Opinión

Sábado, 13 Abril 2019 15:28

Opinión. De contar muertos a nombrar a nuestros muertos

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El actual no es el primer momento en el que los homicidios desbordan a nuestro débil estado municipal. Lo que ha cambiado son la ideología, el discurso y las maneras de quienes nos gobiernan, así como su impacto en los ciudadanos que validamos.

Por: Luz María Tobón

Directora de El Mundo

 

En En los últimos años han confluido en Medellín -¿o en Colombia?- tres inquietantes circunstancias que interrogan al Estado, la cultura política y la ciudadanía.

Al gobierno de Medellín lo debieran estar interpelando las muertes violentas que crecen en forma incesante: desde el 1 de enero de 2016 al 10 de abril de 2019, en Medellín han sido asesinadas 1921 personas, cerca del 50% son jóvenes, aproximadamente el 15% son mujeres. Al 10 de abril de 2019, el aumento de homicidios, frente a 2018, ha sido del 17,9%. Esta tendencia contradice lo ocurrido durante más de 20 años, pero especialmente en los gobiernos de Sergio Fajardo, Alonso Salazar y Aníbal Gaviria, en los que se consolidó la tendencia al decrecimiento, que, por fortuna, estuvo acompañada de un fuerte control ciudadano a las estadísticas de homicidios y a los gobiernos. Estas tendencias se quebraron. Hoy no hay políticas públicas eficaces que cuiden la vida de los ciudadanos, respondiendo a su primera obligación. Tampoco hay una ciudadanía vigilante

El actual no es el primer momento en el que los homicidios desbordan a nuestro débil estado municipal. Lo que ha cambiado son la ideología, el discurso y las maneras de quienes nos gobiernan, así como su impacto en los ciudadanos. No es un hecho exclusivo de Medellín, pero en esta ciudad es particularmente notable y preocupante. A consecuencia de la nueva ideología y su discurso excluyente, bravío, manipulador, Medellín ha renunciado a preguntarse por la violencia para concluir dramáticamente que ella es causa, no efecto; y ha dejado de buscar cómo ser una ciudad para todos para empeñarse en dividirse entre quienes tienen derecho a la ciudad y aquellos que parecen afectarla. Han desaparecido preguntas y acciones por la equidad, la inclusión, las oportunidades, los derechos, y, por supuesto, la vida. Y a pocos parece importarles una renuncia tan seria al proyecto ético que buscaba resolver la violencia mediante el reconocimiento de su complejidad.

Las decisiones de entender la violencia como consecuencia, no como causa; de resolver problemas estructurales que desataban la crisis, condujeron a la formación de una tendencia mayoritaria, pues siempre existieron voces clamantes por el autoritarismo y la persecución del otro, a favor de la creación de nuevas ciudadanías que construyeran soluciones integrales, buscaran formas de inclusión y ofrecieran, al tiempo que recibían, respeto por la Constitución, por los derechos del otro, por la ciudad misma. La indiferencia por la muerte, cuando no la aceptación de que algunos sean asesinados, se generaliza abriendo posibilidades de que siga creciendo.

Desde que empezó el aumento progresivo de las cifras de homicidio me propuse mantener una alerta roja sobre la sociedad, haciéndolo como periodista. En El Mundo hemos hecho publicaciones de los datos, algunas de historias y muchas de las hipótesis de los conocedores, sobre lo que aquí ha estado ocurriendo. Pasado un año del ejercicio el impacto parecía insuficiente, condición que atribuí a que eran publicaciones quincenales, a veces mensuales, que quitaban visibilidad a los hechos y que no se contraponían al fuerte discurso oficial que ofrecía justificaciones, casi excusas y señalamientos, sobre lo que en este momento teníamos que empezar a asumir como el inicio de una tragedia de la que es muy difícil, doloroso y costoso en vidas humanas, regresar. Fue así como nació el post.

Comencé cada día a publicar el número de muertos que Medellín sufría, acompañándolo con preguntas sobre el carácter de esa violencia. Hubo entonces unas primeras respuestas: las de quienes se molestaron y privadamente se quejaron; las de quienes me insultaron y hasta me tildaron de hacer política con la muerte, y algunos que buscaron amablemente disuadirme razonando sobre los malos impactos de tal acción. A estas no pude reaccionar. Hubo muchos amigos que empezaron a engancharse y a mostrar preocupación por lo que pasaba. Y varias personas que señalaban incomplitudes que consideré válidas y sobre las que quise trabajar.

La más valiosa de las sugerencias fue la de ponerle vidas a los números. Por ella decidí pasar a buscar los nombres de esas vidas que perdíamos y, cuando me ha sido posible, a contar las vidas que perdimos, una opción que no ocurre tantas veces como debiera, pero que espero siga creciendo ahora que muchos deudos de esos asesinados empiezan a escribir en mis redes sociales para hablar de aquellos a quienes perdieron o de lo que están sintiendo, quisiera que este sea el germen de la gran conversación que esta ciudad se debe sobre las huellas que nos deja una violencia que siento que está siendo alentada desde el poder político y las ideologías que le restan valor a la vida humana, en lo que es un gran desastre.