Opinión

Viernes, 21 Abril 2017 12:19

Que todas las vidas importen

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Pablo Bedoya Molina Pablo Bedoya Molina Cortesía

En el conflicto armado colombiano la vida y la dignidad de todas las víctimas ha importado de forma distinta. Han existido profundas desigualdades en la dignidad que le reconocemos a las distintas víctimas. Mientras hemos gritado abierta y colectivamente por algunas vidas, también hemos guardado silencio por la vulnerabilidad de otras que comúnmente son vistas con desprecio.

Por: Pablo Bedoya Molina
Columnista invitado

En el conflicto armado colombiano la vida y la dignidad de todas las víctimas ha importado de forma distinta. Han existido profundas desigualdades en la dignidad que le reconocemos a las distintas víctimas. Mientras hemos gritado abierta y colectivamente por algunas vidas, también hemos guardado silencio por la vulnerabilidad de otras que comúnmente son vistas con desprecio. Esta ha sido la experiencia de muchas víctimas como lo son aquellas de los sectores sociales LGBT, las personas en situación de habitanza en calle, las y los consumidores de sustancias psicoactivas o las personas que ejercen trabajo sexual, por nombrar algunas. La intensidad de las violencias asociadas al conflicto que se han dirigido hacia estos sujetos, han pasado desapercibidas y han aparecido de forma difusa, casi inexistente, en los grandes relatos que se han producido sobre el conflicto armado del país. Prácticamente, no les hemos reconocido como víctimas.

Pero ¿qué tienen en común la experiencia de sectores sociales tan distintos como los que se mencionaron anteriormente? Todos estos han sido vistos por una gran mayoría de nuestra sociedad como sujetos “indeseables”. Este carácter de “indeseables” no ha provenido solamente de la voluntad de los actores armados, sino también de las instituciones del Estado y, de manera importante, de las comunidades, es decir, de la misma la sociedad civil. Este cierto consenso en torno a esta “indeseabilidad” hizo que todas estas formas de violencia se hicieron invisibles a nuestra mirada, fueran naturalizadas, fueron vistas como si hicieran parte del paisaje cotidiano de la ciudad.

Basta con ver la legitimidad que adquirieron las prácticas de la mal llamada “limpieza social” en distintos territorios, para dar cuenta del consenso y la complicidad en la que hemos incurrido como sociedad al guardar silencio sobre la vulnerabilidad y la dimensión de la violencia contra algunos sectores de la ciudadanía. Tal como lo han repetido los movimiento sociales LGBT -quienes han sido uno de los que más ha logrado hacerse oír dentro de estos sectores de víctimas invisibilizadas-, algunas violencias del conflicto armado han ocurrido con la explícita complicidad de sectores de la sociedad civil que no sólo han guardado silencio, sino que han incluso demandado la “limpieza” de los “indeseables” de sus territorios, del barrio o de la ciudad.

Reconocer la existencia y la sistematicidad de estas violencias en el marco del conflicto armado en la ciudad y el país debe pasar por el reconocimiento de que los actores armados han disputado no sólo las economías territoriales o el acceso al poder político, sino también los órdenes morales de los territorios donde han accionado. En el desarrollo de las dinámicas de la confrontación armada y del ejercicio de las formas de control territorial realizadas por parte de los distintos actores armados, se han producido órdenes sociales en los territorios que ellos han vigilado y controlado a través de las armas. En estos órdenes, algunas identidades, algunas subjetividades, algunas prácticas y algunas visiones de mundo han sido explícitamente perseguidas e, incluso, aniquiladas.

No tenemos cifras exactas de la dimensión de estas violencias y sus víctimas, la UARIV habla de poco más de 1.800 víctimas LGBT en todo el país, con una concentración del alrededor del 30% en Antioquia, sin embargo, las organizaciones sociales LGBT han insistido en que existe un alto subregistro. Sobre las trabajadoras sexuales, no tenemos cifras de victimizaciones. De igual forma ocurre con la cantidad de jóvenes que fueron desplazados y/o asesinados por las milicias o por grupos paramilitares por fumar marihuana, no sabemos hoy cuál fue su magnitud. Sobre habitanza en calle el CNMH señala que entre 1988 y 2013 hubo por lo menos 361 asesinatos por “exterminio social” en Medellín, no está claro cuántos de ellos corresponden a habitantes de calle, pero se estima que por el contexto y el accionar de los actores fue una alta proporción de ellos.

No reconocer esta arista del conflicto impide ver que en el funcionamiento de las violencias se materializaron los imaginarios sobre ciertos sujetos en la ciudad. El sexismo, el clasismo, la heteronormatividad, la criminalización, la patologización se plasmaron en el cuerpo de muchas víctimas que aún hoy parece que nos negamos a ver.

En el escenario actual de implementación del Acuerdo y la reconstrucción de algunos tejidos institucionales, sociales y políticos en pos de ello, no se puede pasar por alto el reconocimiento de esas formas de violencia y la generación de garantías de no repetición (GNR). Sin embargo, la generación de estas garantías traerá retos nuevos. Por ejemplo, no se construirán GNR sino se intervienen los aspectos sociales que hicieron posible que ocurrieran estas violencias. No tendrán GNR las víctimas LGBT si la homofobia y la transfobia que subyacía a las acciones de los grupos armados en su contra siguen intactas. No serán reparadas las personas jóvenes asesinadas por las milicias sólo por fumar marihuana si los enfoques con los que vemos los temas de drogas de uso ilícito sigue criminalizando al consumidor. Tampoco lo serán los habitantes de calle asesinados en entrenamientos de paramilitares si sus vidas siguen siendo indignas de nuestro duelo.

De modo que, si bien está claro que una transformación estructural de lo que produjo estas violencias es inconmesurable para los alcances del acuerdo y el escenario político del país, también es cierto que no se puede perder de vista un objetivo mayor que en este caso consiste en intervenir aquellas gritas por donde estalló la violencia.

Retejer el país construyendo garantías de no repetición para todas las víctimas, necesitará transformar las prácticas de estado y los imaginarios sociales que han producido y permitido el sufrimiento de estos sectores. Debemos la movilización social y las instituciones del estado reconocer todos estos espectros de víctimas y sus memorias, los daños que les conllevo el conflicto y las vías para su reparación teniendo en cuenta sus situaciones diferenciadas. Tendrá, sobre todo, que lograr que todas las vidas sean igualmente dignas de ser vividas, y todas las vidas igualmente dignas de duelo. “Yo tengo un sueño”, decía Martin Luther King.