R E V I S T A       

Violencia y paz. El eje central de cuatro décadas de debate en sociedad



2.GerardMartin

Gerard Martin

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Sociólogo e investigador. Es autor de varios libros sobre la actualidad colombiana, entre ellos, “Medellín, tragedia y resurrección. Mafias, ciudad y Estado. 1975 – 2012”. Fue asesor de proyectos del Instituto Francés de Investigación para el Desarrollo, investigador senior para el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y USAID. Además, ha acompañado ciudades en temas de gobernabilidad y seguridad ciudadana.




Resumen

¿Cuáles han sido los principales debates y discusiones que se han dado y se dan hoy frente a la violencia en la sociedad – y en particular en Medellín y Antioquia - durante estas tres décadas?, ¿cuál ha sido el rol de las organizaciones sociales frente a estas problemáticas y debates? Para responder estas preguntas será necesario aproximarse al por qué para analizar cómo la sociedad (local) ha evolucionado durante estas tres décadas, es fundamental tomar en cuenta los debates y problemáticas sugeridas en ellas por las organizaciones sociales, sin solo limitarse a analizar planes de desarrollo y programas de gobierno.


Violencia y paz: el eje central de cuatro décadas de debate en sociedad

Introducción

En este ensayo presento algunos insumos para la reflexión en torno a dos preguntas ambiciosas pero inspiradoras, que ameritan sin duda, un tratamiento más elaborado e histórico del que ofrezco acá: ¿Cuáles son los principales debates que se han dado sobre la violencia, en la sociedad, durante las últimas décadas? Y ¿cuál ha sido el rol de las organizaciones sociales en ellos y frente a la problemática de la violencia en general?

Contrario a la creencia de que en Colombia la violencia fue siempre la misma, en las últimas décadas han sido grandes sus transformaciones y es evidente que el contenido, el tono y la participación de las organizaciones sociales en los debates sobre la problemática, también han cambiado. Esto no excluye algunas continuidades: Primero, el binomio violencia-paz siempre ha sido el eje central de las reflexiones en las organizaciones sociales durante estas décadas, y en general (pero no siempre) a partir de una preocupación ética - política para superar la violencia y pacificar la sociedad. El corazón del debate ha sido más cómo alcanzar la paz, y menos en que consiste ella, ya que mientras algunos aspiran a cero homicidios, otros tienen exigencias mayores (inclusión, equidad, reformas políticas). Segundo, la coyuntura política y las tragedias diarias (masacres, magnicidios, líderes sociales asesinados) marcaron las discusiones, dificultando casi siempre ver el bosque a través de los árboles, en particular en los momentos más agudos de la violencia, cuando el país vivía pegado al radio y al televisor. Tercero, la violencia no se analiza en los mismos términos en el mundo político, académico o de opinión pública, pero las organizaciones sociales como la Corporación Región, con frecuencia han intentado ser un puente entre estos diferentes ámbitos.

Estructuro este ensayo desde una periodización esquemática, no para desarrollar un argumento evolucionista, sino para precisar los principales contenidos de los debates en cada periodo, y el papel de las organizaciones sociales en ellos y también, para invocar las respectivas coyunturas políticas y acontecimientos violentos. Cuando hablo de ‘violencia’ me refiero a su forma instrumental, como recurso de eliminación y destrucción, y bajo las diferentes modalidades de victimización que las organizaciones armadas decidieron utilizar. Modos individuales de violencia (riñas, violencia interpersonal e interfamiliar) y formas de exclusión, opresión y agresión, se retro-alimentaron de una u otra manera con la violencia (en el sentido indicado), pero no es un asunto que para analizar en este ensayo.

En cuanto a organizaciones sociales, me refiero en particular a las de tipo investigación-acción con una preocupación central en el tema de violencia, como la Corporación Región. Otras expresiones, organizativas comunitarias (barriales, veredales), cooperativas y la protesta social quedan sub-dimensionadas.

Los Ochenta: confusión, eufemismos y miedo.

Retrospectivamente se puede argumentar que el nuevo ciclo de violencias inició a mitad de los setenta y que sus aspectos principales fueron, por un lado, la compleja interferencia entre redes criminales, actores armados ilegales, eslabones corruptos del Estado y por otro lado, que la mayoría de las víctimas fueron civiles o sea, no fueron miembros de las bandas, razón por la cual Daniel Pécaut ha sugerido el concepto de Guerra contra la sociedad y no, el de guerra civil.

Todo aquello no fue tan evidente para los contemporáneos; los que vivieron, pensaron y debatieron las violencias a finales de los setenta y durante los ochenta, la entendieron más bien en términos de una prolongación tardía de La Violencia: la guerra civil larvada a mitad del siglo entre conservadores y liberales. Las redes criminales del tráfico de cocaína se estaban apenas construyendo, y aun cuando La Violencia tuvo su fin oficial con el arranque del régimen del Frente Nacional (1958-1974), hubo disidencias armadas y casi de inmediato aparecieron también, núcleos guerrilleros comunistas inspirados en la revolución cubana (1959) y en el Maoismo, que se auto-legitimaron como producto ‘necesario’ del carácter ‘excluyente’ del Frente Nacional; interpretación retomada con frecuencia aun hoy, de manera a-critica.

La especificidad de la gran coalición bi-partidista del Frente Nacional fue la milimétrica distribución del poder entre los Partidos Liberal y Conservador desde la presidencia hasta el nivel municipal. La fórmula fue introducida en común acuerdo entre los dos partidos para neutralizar la violenta rapiña por el control del erario público, de los puestos oficiales, y contratos públicos. Tuvo exito en su objetivo principal de disminuir la violencia bi-partidista, pero el precio a pagar fue una especie de estancamiento y ensimismamiento político en la capital, justo cuando el país vivía transformaciones históricas que requerían drásticas reformas institucionales que nunca llegaron. Muchas oportunidades y necesidades, producto del intenso proceso de modernización quedaron, en buena medida, desatendidas: vías, transporte público, informalidad urbana, informalidad rural, grandes fronteras internas incorporadas de manera privada en la economía del país, pero con débil institución estatal. Veamos un ejemplo, no el menor, de los atajos a los que los gobiernos recurrieron para solucionar problemas: en la educación oficial primaria y secundaria para ampliar la cobertura, en vez de construir nuevos colegios, se recurrió al truco de la doble jornada, dos (a veces tres) turnos en el mismo colegio; el resto del día la juventud estaba en la calle. Lo increíble, ¡80% de ellos estudian bajo esta barbaridad hoy! Mientras tanto, el consumismo (el televisor y otros electrodomésticos) tuvo fuertes características libertadoras y el viejo imaginario político bi-partidista perdió importancia, en particular en las ciudades, donde las redes clientelares terminaron siendo una entre muchas modalidades de rebusque para las nuevas clases populares.

En realidad, el Frente Nacional no fue un régimen políticamente tan excluyente como se decía y con frecuencia aún se repite. Por ejemplo, el Partido Comunista Colombiano tuvo concejales, diputados y congresistas durante el Frente Nacional, gracias a alianzas con facciones liberales y conservadoras. El problema era otro; ante las nuevas necesidades y expectativas, el centralismo se hizo anacrónico y los ciudadanos se dirigieron hacia redes alternativas (para-institucionales, clientelares, informales, ilegales) para solucionar sus necesidades, incluso en seguridad. Aun así, desde una perspectiva histórica, el Frente Nacional figura como un periodo de relativa paz, intercalado entre La Violencia y las violencias recientes. De hecho, la degradación del campo político y la dramática intensificación de la violencia se generaron pos-Frente Nacional, entre 1975 y 1990. Dos factores interrelacionados, uno político y otro criminal, fueron particularmente influyentes en ella:

El Primero, las regulaciones milimétricas del Frente Nacional finalizaron en 1974, pero no fueron remplazadas por nuevas fórmulas propias de un campo político-electoral moderno: ni voto anónimo, ni tarjetón, ni listas cerradas, ni financiación transparente de campañas, etc. En consecuencia, por dos décadas, el campo político-electoral colombiano operaría como un free for all, que solo se corrigió parcialmente a finales de los ochenta. Este desorden, con su multiplicación ad infinitum de facciones, listas y candidatos, facilitó la penetración de dineros calientes en la política, y con ello, la formación de una criminalidad mafiosa organizada capaz de implantarse permanentemente en lo político-institucional. Evidentemente, un mundo político tan fragmentado no podía producir una nueva institución simbólica de la sociedad; dominaba la gestión por emergencia y a corto plazo. No es tan sorprendente, entonces que otros, lograran imponer sus narrativas a sectores de la sociedad. El Paro cívico nacional de 1977, apoyado por las federaciones sindicales de casi todas las direcciones políticas, duró apenas un día, pero fue masivo y se acompañó de expresiones violentas (provocaciones organizadas por sectores cercanos a las organizaciones armadas), y fue de inmediato mitificado como expresión de un ambiente pre-revolucionario y de progresiva unificación de todas las organizaciones sociales.

El Segundo factor, la irrupción del tráfico de cocaína. Su evolución durante los setenta e inicios de los ochenta fue poco debatida y poco estudiada, y se vivió como una bonanza económica y financiera del momento. Al mismo tiempo, el nuevo negocio provocó un revolcón en el bajo mundo; se pasó de una criminalidad todavía algo folclórica, peleando a bala, hacia un crimen organizado mafioso, capaz de penetrar lo político-institucional, como ya vimos. Los nuevos criminales se rodearon de bandas armadas, pero también encontraron sectores de la fuerza pública y del aparato judicial dispuesto a corromperse. Las guerrillas a su vez se metieron de varias maneras con la bonanza, gravando cultivos, laboratorios, rutas. Es en buena parte por su relación con estos negocios, que las Farc y el M19 en particular, tomaron un segundo aire, razón desde luego negada por los que veían en el Frente Nacional, la causa principal.

Ahora bien, si las visiones y decisiones de los diferentes protagonistas hubieran sido otras, la desregulación del bi-partidismo y la apertura del régimen de partidos durante los setenta, podrían haber generado una sociedad más abierta, con una sociedad civil más activa y más autónoma. Trágicamente los gobiernos pos Frente Nacional no modernizaron las instituciones al ritmo y enfoque requeridos y se generaron muchos vacíos: territoriales, de monopolio de violencia, de cobertura y calidad de servicios, que fueron hábilmente aprovechados por los ilegales intolerantes con las organizaciones sociales, que terminaron amenazadas, asesinadas o cooptadas por los actores armados: guerrilla, paras, fuerza pública en deriva. Las pocas organizaciones sociales que mantuvieron contra viento y marea una cierta autonomía, se vieron diezmadas por el terror criminal, como fue el caso del Comité de Derechos Humanos de Antioquia.

Los estudios y debates se focalizaron en el análisis de lo narco-paramilitar (MAS, MRN, Acdegam, etc.), la primera masacre narco-para-política (agosto de 1983, en Segovia), las revelaciones sobre el congresista (suplente) Escobar y el asesinato del ministro de Justicia Lara Bonilla (1984) por los narcotraficantes. Es con la demencial toma guerrillera del Palacio de Justicia y la retoma por la fuerza pública, en pleno centro de la capital del país, que la guerra hace irrupción en la escena nacional y es interpretada como el cierre simbólico y real de los esfuerzos de paz del gobierno Betancur (1982-1986) y su “gran dialogo nacional para escapar al engranaje de la violencia”. Betancur puso fin al Estatuto de Seguridad, liberó y amnistió sin pre-condiciones a 500 miembros de organizaciones armadas (casi todos de inmediato se reintegraron a sus respectivas guerrillas), logró el ceses al fuego con las Farc, el M19, el EPL y varias guerrillas más, y permitió que crearan brazos políticos (UP, Frente Popular, A Luchar), pero el desencuentro fue total: Jacobo Arenas jefe de las Farc, califica la coyuntura de “revolucionaria” y reconfirma en 1985 la decisión ya tomada por las Farc y el PCC en 1982, de pasar a la ofensiva y tomar el poder por las armas. De nada sirvió que las esperanzas insurreccionales investidas en el Paro cívico nacional, convocado para el 20 de Julio de 1985, meses antes de la toma del Palacio, no se materializaran. Con el regreso oficial a las armas cayeron también, víctimas de la UP (1061 miembros asesinados entre 1984 y 1990 y 537 más, después), que aspiraban a una cierta autonomía y a aliarse con otras iniciativas políticas de la izquierda.

FrenteNacional

Fuente:Universidad El Rosario

Durante el primer lustro de los ochenta, era difícil adivinar la dramática intensificación de la violencia que vendría y mucho menos un universo de victimas superior al de La Violencia. Los debates giraron con frecuencia en torno a las causas “objetivas” y “estructurales” de la violencia: En lo político, el Frente Nacional, la declaración semi-permanente del Estado de sitio, las políticas represivas del gobierno de Turbay (1978-1982), y de Estados Unidos con “su guerra fría y contra las drogas”, pero casi no se generaba un debate serio sobre la política colombiana frente el tráfico de cocaína y sus expresiones criminales (La criminología es de muy reciente trayectoria en Colombia, y todavía menos practicada en las facultades de economía o derecho). En lo socio-económico, la pobreza rural y urbana, la informalidad, el desempleo, la baja tasa de sindicalización. Persistía también la tendencia de leer la violencia siempre, como el producto de luchas políticas y sociales cuando, la gran mayoría de los colombianos estaban bregando a conseguir lo necesario para el día a día. En lo ideológico, las guerras civiles y revolucionarias en Nicaragua y El Salvador generaron distintas expectativas, y los llamados nuevos movimientos sociales, urbanos, de género, juveniles, identitarios, fueron investidos de la esperanza de poder ayudar a pasar de la protesta social al levantamiento generalizado.

En la cruda realidad, aquellos ejercicios de unidad eran “puro cuento”, ya que dominaba la fragmentación y el llamado “canibalismo de izquierda”, cuyos casos más emblemáticos fueron las guerras sindicales bananeras en Urabá, desde 1983 en adelante. Allá, el PC-ML/EPL y el PCC/FARC compitieron manu-militari y con terror por la afiliación de los trabajadores a sus respectivos sindicatos; asesinaron obreros, dirigentes sindicales, mayordomos y administradores del otro bando; ambas facciones acusaron sistemáticamente al Estado y a los bananeros de esas muertes. En este juego de sombras, pronto se mezclaron también, organizaciones narco-para-militares y la fuerza pública. De los 207 miembros de sindicatos asesinados entre 1984 y 1990 en Antioquia (el 54% del total nacional), 137 lo fueron en Urabá.

La participación de la CSTC en la creación de la CUT, en 1986, como unificación de varias federaciones sindicales, fue una hipocresía, ya que su partido político, el PCC, apostó a la subordinación de lo sindical a la lucha armada. “Sencillamente [a los sindicatos] se los tragó el remolino de la guerra, del conflicto interno”, explica Álvaro Delgado, antiguo dirigente del PCC, en su libro autobiográfico, Todo tiempo pasado fue peor (2007: 259). “Al fin de cuentas todo ese proceso se vio entorpecido por el nacimiento del mandato guerrillero” (ídem: 264), “por la supeditación final de la lucha política por la lucha armada” (ídem: 277). “Los sectores de izquierda se entusiasmaron con la guerra, con el uso de la fuerza y comprometieron al movimiento sindical” (ídem: 279). Debo precisar: a casi todo movimiento u organización social en su área de influencia territorial.

Ante esta situación, en los debates dominaban los eufemismos. Reconocer públicamente la estrategia de la combinación de todas las formas de lucha: social, política, armada, promulgada por el PCC y otros partidos de la izquierda armada, era anatema: criticarla era contribuir a criminalizar organizaciones políticas y sociales. Para dar un ejemplo: la Escuela Nacional Sindical (ENS) en Medellín, considerada por muchos una fuente seria del análisis sindical, en sus informes sobre la violencia de la época, jamás reconoció el papel de la guerrilla. Otro ejemplo: el ajusticiamiento por un comandante de las Farc de un frente de 164 guerrilleros insumisos, acusados de “infiltrados”, no fue considerado en la izquierda como aberración, o como la acción de un paranoico, sino, como una falsedad producida por el régimen y no llevó a un debate serio sobre el operar interno de las organizaciones armadas, sus prácticas sistemáticas de ajustamiento interno, y el “todo vale” para el bien de la revolución. Los debates, no solo eran híper-politizados, muchas veces también, poco sinceros por admiración o miedo a los armados. Organizaciones de derechos humanos internacionales como Amnistía desde Europa, y Human Rights Watch desde Estados Unidos, intensificaron sus informes sobre Colombia, pero sufrieron de los mismos sesgos –muy orientados en lo político y lo institucional- y con grandes dificultades para entender cómo las diferentes dinámicas (guerrillera, paramilitar, narco) interferían y evolucionaban hacia lógicas de acción violenta más autónomas.

Mientras tanto, a mitad de los ochenta, en la academia los violentólogos investigaban sobre todo, el tema de la Violencia lo cual dio el nombre a la disciplina. Debatieron sobre su posible unidad (levantamiento campesino, tensión revolucionaria, guerra civil, demanda desordenada de cambio, etc.), pero también sobre su diversidad regional y periodicidad. Estos debates eran el punto de partida para interpretar los nuevos hechos. Como escribió Gonzalo Sánchez (1986: 257), “todavía hoy, Colombia se encuentra enfrentada a los conflictos desencadenados por la Violencia o reprimidos por ella”. Sin embargo, durante la segunda parte de los ochenta, los análisis académicos hicieron un importante giro hacia la actualidad, evidente en obras colectivas - realizadas desde Bogotá- como Violencia y Democracia (1987) contratada por el gobierno Barco; Al filo del caos (1990), y Pacificar la Paz (1992). En todas se muestra la heterogeneidad de las violencias (desde las más organizadas y más des-organizadas), su multi-causalidad, su diversidad regional y la necesidad de un enfoque integral para superarlas.

Los que se metieron con la realidad fueron en primera línea los periodistas, sobre todo en la provincia. En Medellín, los estudios iniciales tenían un marcado enfoque periodístico y descriptivo, innegable en No Nacimos Pa’ Semilla (1990) de Alonso Salazar, el único libro escrito en los ochenta sobre la violencia de aquellos años que hoy, puede ser considerado un clásico. En 1990, la socióloga María Teresa Uribe constata de manera auto-critica que los investigadores sociales de su universidad, la de Antioquia, desconocían la realidad que se vivía a diez cuadras del campus, y que la descubrieron apenas aquel año, gracias a Rodrigo D No Futuro (1990), la película de Víctor Gaviria, a su vez la mejor película de los ochenta sobre la violencia de la década.

Lo puesto en escena por Salazar y Gaviria visibilizó una escandalosa deuda social, y generó además de una enorme cantidad de columnas y debates, la creación de numerosos programas orientados a la juventud de los barrios pobres. Menos observado y debatido fue otro elemento presente en particular en el libro de Salazar, a saber, la relativa autonomía con la cual ya proliferaban las violencias y los cruces entre sicarios nihilistas y a-políticos con otros actores armados, específicamente las milicias guerrilleras y las redes criminales. Aquella autonomía de la violencia terminaría siendo un factor importante en los extremos a los cuales llegó la situación, pero ha figurado poco en los debates de entonces y de hoy.

1995-2005: esperanzas de paz y realidades de guerra

Durante este periodo, el tono de los debates sobre la violencia se mueve entre la esperanza y la desilusión, pero con una dramática polarización de la sociedad desde finales del siglo en relación con el conflicto armado.

La esperanza fue alimentada en un primer momento, por la desmovilización de ocho guerrillas, en especial del M19, por la Asamblea Constituyente y la nueva constitución, con su promesa de profundizar la democracia y el acceso ciudadano a sus derechos. Hubo además un descenso sistemático en la tasa de homicidios entre 1991 y 1998. En este contexto nacieron numerosas organizaciones sociales comprometidas con las vías democráticas y hubo, de forma más general una cierta re-dinamización de la sociedad civil a nivel nacional y en las ciudades y con algunas excepciones, mucho menos en el campo. En Urabá, la desmovilización del EPL generó por un par de años un ambiente constructivo en el cual sectores privados, organizaciones sociales y reinsertados cooperaron; sin embargo, algunas disidencias y el exterminio de los desmovilizados por parte de las Farc, llevo progresivamente a un nuevo capítulo de canibalismo de izquierda, en el cual el CINEP intentó mediar. En Medellín se respiraba un aire esperanzador más duradero por la entrega de los capos y la labor de la Consejería Presidencial (1990-94). La victoria en contiendas electorales locales de candidatos independientes, Antanas Mockus y el ex guerrillero Navarro Wolf, parecían confirmar las buenas tendencias.

Desarrollos internacionales tales como: el fin de la dictadura de Pinochet (1990), la liberación de Nelson Mandela (1990), su elección como presidente (1994), los acuerdos de paz en El Salvador (1992), la elección de Clinton (1992), la derrota de Sendero Luminoso en Perú –aún que a mano dura –, y por supuesto la caída del Muro de Berlín, la disolución de la Unión Soviética (1991), y las revoluciones democráticas y pacificas en sus países satélites, con algunas excepciones también, reorientaron los debates sobre la democracia y las relaciones entre sociedad civil y Estado.

Durante el gobierno de Samper (1994-98), el conflicto armado volvió a intensificarse con la proliferación de las Convivir, el reordenamiento narco-paramilitar, su federalización en las AUC (1997), y las posturas ofensivas de las Farc y el Eln. Uno de sus escenarios fue otra vez el Urabá, donde una nueva guerra (1994-1997) enlutó la región, mezclando el exterminio de los Esperanzados con una ofensiva narco-paramilitar, liderada por los hermanos Castaño, que a sangre y fuego saca a las Farc de la zona bananera y de su histórico centro operacional, en la extensa zona veredal del corregimiento San José de Apartado. Mientras tanto, el único acuerdo gestionado por Samper fue el Pacto del Nudo del Paramillo, en el cual las AUC, a cambio de reconocimiento político e inicio de negociaciones, prometieron dejar los civiles por fuera de sus combates. Sin embargo, cuando Samper reintroduce la extradición y la DEA intensifica sus operaciones en el país, las Auc cambian de estrategia y consiguen un vertiginoso auge, de 4.000 a 18.000 integrantes entre 1998 y 2000.

Entre 1997 y 2002, los secuestros, asaltos a pueblos, masacres, desapariciones forzadas, muertes en combate y otros indicadores del conflicto armado se incrementaron sin cesar. Según el CNMH, entre 1991 y 1997, hubo 17.288 secuestros, 50% por las Farc, 38% por el Eln, y 12% por las paramilitares, y otros 5.336 únicamente por las Farc, durante sus negociaciones con el gobierno de Pastrana en El Caguan (1998-2002). La palabra “guerra” se impone, pero además de una guerra contra la sociedad, también se hizo una guerra militar de verdad: mientras en Afganistán en 12 años (2002-2014), murieron 3.400 soldados aliados, en Colombia en 7 años (1995-2002) perecieron en combate, 5.000 soldados y policías. La debilidad de la fuerza pública pre-Plan Colombia fue tal, que ante la ofensiva guerrillera, el 20% de los municipios del país quedaron sin policía alguna.

Fuente:El País España

Ante estas tragedias, volvieron los debates sobre las causas y problemas ‘estructurales’, esta vez en particular alrededor de las insuficiencias y propuestas incumplidas por las reformas de 1991; la persistente pobreza, la inequidad, el problema de la tierra y otros desafíos. Daniel Pecaut (1998: 82), explicaba que: “la idea de la democratización no puede ser considerada como un remedio milagroso para la violencia, y esta no se debe resumir como una demanda de democratización”. Los grandes temas debatidos: neoliberalismo, globalización, imperialismo, tampoco facilitaron una visión de la esfera pública como escenario de acción. Peor aún, el miedo regresó e impactó fuertemente a las organizaciones sociales, pues las nuevas masacres y magnicidios apuntaron a voces independientes, para forzar la polarización e imponer una dinámica de guerra civil. Entre los más sonados, figuraron el asesinato del defensor de las negociaciones de paz, y profesor universitario Jesús Antonio Bejarano, a manos de las Farc; el del antropólogo de la Universidad de Antioquia, Hernán Henao, y la masacre contra los investigadores del CINEP, Mario Calderón, Elsa Alvarado y su padre, perpetrados por las AUC.

Cuando durante los dos últimos años del gobierno de Pastrana (1998-2002) se esfuman las esperanzas de paz con las Farc y el Eln, la opinión pública se polariza y el conflicto armado se intensifica a tal punto que se instaura un reino del terror, y el miedo paraliza buena parte de la sociedad. La coyuntura que precede la victoria de Álvaro Uribe sobre Serpa, en las elecciones de 2002, estuvo signada por muertes, desplazamientos y los secuestros de: Ingrid Betancourt (febrero 2000); los 12 diputados en Cali (abril de 2002); el gobernador Guillermo Gaviria y su asesor Gilberto Echeverri (abril del 2002 asesinados el 3 de mayo de 2003); las muertes de 79 civiles en Bojaya por las Farc (mayo del 2002); el éxodo de 12.000 de los 19.000 campesinos de Granada que huyeron a Medellín aterrorizados por la guerrilla y los paramilitares; escenas que se repitieron en decenas de municipios y regiones.

Con la elección de Uribe, el 11 de septiembre y la guerra internacional contra el terrorismo, liderada por Estados Unidos, los debates sobre la violencia en Colombia cambian. La política de seguridad ciudadana promovida por Uribe, y posibilitada gracias a los recursos del Plan Colombia, creado entre Clinton y Pastrana, así como su decisión de negociar con los paramilitares, fueron los nuevos temas centrales, debido a la supuesta colusión con los paramilitares, al riesgo de mayores violaciones de derechos humanos por parte de la fuerza pública y el incremento del conflicto armado. Los dos primeros riesgos, en efecto se materializaron y las organizaciones sociales corroboraron su revelación: la para-política y los falsos positivos. Sin embargo, en vez de la intensificación del conflicto armado, se dio una muy significativa pacificación pero como suele suceder, fue poco debatida o analizada para evitar tener que dar algún crédito a la repudiada política de seguridad democrática o a las negociaciones con las AUC. Retrospectivamente, se puede constatar que la mayor reducción de los homicidios y otras modalidades de victimización, se dieron durante los dos primeros años del gobierno Uribe (2002-2010) y que el factor más importante parece haber sido, el cese al fuego unilateral de las AUC en diciembre del 2002. De hecho, en Medellín, la menor tasa de homicidios entre 1975 y hoy, fue en el año 2003 en particular en la Comuna 13, donde se redujeron de 299 (2002) a 95 (2003). Tampoco ha sido debatido de manera sería el impacto del Plan Colombia, más allá de su apoyo a las fumigaciones, y pocos parecen interesarse en las lecciones aprendidas con la profesionalización de la fuerza pública, el fortalecimiento del acceso a la justicia, o el mejoramiento de las cadenas productivas en zonas de cultivos ilícitos.

Desde 2005: derechos de las víctimas y esperanzas de pos-conflicto

Un cambio paradigmático se ha generado desde 2005 en los debates sobre la violencia, y el aporte de las organizaciones sociales ha sido fundamental en ello, en particular por su contribución y presión entorno a la Ley de Justicia y Paz (2005/2006), y su exigencia de garantizar los derechos a verdad, justicia y reparación de las victimas del paramilitarismo. Con esta ley por primera vez en Colombia, las víctimas se posicionaron en el centro de la atención pública, los debates, y las negociaciones con las organizaciones armadas. Inicialmente, fue entendida como una victoria sobre el gobierno de Uribe y su argumento de que las AUC no aceptarían desmovilizarse sin garantías judiciales. Se esperaba además que esta justicia transicional y restauradora, revelara en particular las responsabilidades del Estado, las dimensiones de la para-política y los crímenes de los paramilitares. Sin desconocer los problemas e insuficiencias, este ha sido en buena medida el caso. Nunca antes supimos tanto sobre el conflicto armado en el país como ahora, gracias a todo lo divulgado por Justicia y Paz.

Inevitablemente, Justicia y Paz generó debate sobre la necesidad de incluir el enfoque de víctimas y de justicia restaurativa en eventuales negociaciones futuras con la guerrilla, como efectivamente sucedería con las Farc, bajo la presión del gobierno, de las víctimas, de organizaciones sociales y la comunidad internacional. Tampoco ha faltado hipocresía: algunos que defendieron de manera ejemplar los derechos de las víctimas de los paramilitares, hoy parecen interesarse más por los desmovilizados de las Farc, que por sus víctimas. Más allá de los novedosos dispositivos de Justicia Transicional creados por ellas, a partir de la Ley de Justicia y Paz, la Ley de Victimas (2011) y el acuerdo con las Farc (2016), las investigaciones lideradas inicialmente por el Grupo de Memoria Histórica (2006-2011) y después por el Centro Nacional de Memoria Histórica, han catalizado una novedosa, dinámica y variada agenda en organizaciones sociales y centros académicos en memoria y memoria histórica del conflicto armado. La difusión y el acceso a estos trabajos se ven además muy fortalecido gracias a los nuevos medios sociales. Cuando antes, para verificar acontecimientos, fechas, personas, procesos judiciales y contextos, uno necesitaba recurrir a publicaciones, bibliotecas y archivos, hoy la web garantiza acceso a casi todo, y disposición inmediata de todos, incluso en las regiones más alejadas del país, no obstante, las limitantes que puede haber para acceder la web.

Acuerdo de Paz

Fuente: El Heraldo

El Nunca Más: un horizonte común de debate.

Según Aristóteles, la polis existe por naturaleza y por naturaleza el ser humano es un animal político. En otras palabras, los seres humanos tienen una capacidad innata para asociarse, decidir en común como actuar bien y justo y hacer política y no la guerra. El filósofo precisa que esto no quiere decir que todos los seres humanos vivan en una polis, ya que ésta debe ser construida por humanos, que a veces fallan en erigirla entre otras razones porque algunas personas a-sociales (sin comunidad, sin ley, sin corazón) les llevan a ser amantes de la guerra. Hoy sabemos que en tiempos de Aristóteles, existían unas 900 polis, y a la vez muchos núcleos poblados y una serie de veredas organizadas y asociadas, gracias a una variedad de herramientas democráticas (asambleas, asociaciones, concejos, elecciones, etc.), que varían de una polis a otra, pero que compartían la construcción política de la colectividad para el bien común, a través del debate.

Para que la asociatividad política que Aristóteles considera propia del animal político, prospere, se requieren ciertas condiciones. En Colombia, entre 1985 y 2005 en muchos lugares, esas condiciones se fueron degradando a punta de violencia y terror. Las organizaciones sociales, minorías activas que operaron bajo dichas condiciones e intentaron debatir y actuar en autonomía por el bien común, son hoy, a veces a-críticamente, reconocidas como resistencias o resiliencias y sin duda, la Corporación Región es una de ellas.

Durante el último decenio, gracias a las negociaciones y desmovilizaciones de las Auc y las Farc, la sociedad ha conocido una importante pacificación, y las condiciones asociativas para debatir y decidir en común sobre el bien y lo justo se han mejorado radicalmente. En su excelente libro Por que no pasan los 70. No hay verdades sencillas para pasados complejos (2018), Claudia Hilb explica refiriéndose al caso argentino que, para tener un horizonte común como sociedad pos-dictadura o pos-conflicto, el problema no está en las opiniones opuestas o en las diversas interpretaciones del pasado, sino en el reconocimiento entre todos de un principio común no-negociable: el Nunca Más. Hoy en Colombia, muchas organizaciones sociales orientan el debate sobre la violencia en esta dirección. Ojalá un día, este compromiso pueda ser de toda la sociedad.

 

Referencias bibliográficas

Delgado, Á., & Ospina, J. C. C. (2007). Todo tiempo pasado fue peor: entrevistas hechas al autor en 2005 por Juan Carlos Celis, revisadas en febrero de 2007. Carreta.

Hilb, Claudia. (2018). Por que no pasan los 70. No hay verdades sencillas para pasados complejos

Pecaut, Daniel. (1998). “La contribución del IEPRI a los estudios sobre la violencia en Colombia”, en: Análisis político, Bogotá, No. 34, IEPRI-Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, p. 73.

Sánchez, Gonzalo. (1986).

 

Palabras clave:

Violencia, paz, debate, organizaciones sociales, sociedad.